Necrópolis en junio

 Hoy
el agua cae a gritos.

Llevo
tu lengua en mi boca,
tu voz despedazada en la saliva
y algunos murmullos podridos
a fuerza de respirarte
tantas noches.

Este olvido huele a vos.

Tus lunares se burlan
y les prendo fuego en la memoria.
Una a una, las cenizas redondas
dibujan nuestra necrópolis querida.
Pero cada vez que me pierdo,
pateo las tumbas de tus flores
y beso a tus muertos.
Entro en los nichos alegres,
te muerdo la carne que queda
y nos reímos juntos de esa nada.

Malditas palabras gemidas
que aún germinan orgasmos
en mi espalda:
no puedo escaparme
de tu abrazo aunque quiera.

¿Para qué te has quedado
si te fuiste?
No lo comprendo.

Pero intentémoslo:
volvamos a despedirnos
hoy que el cielo es el cadáver de Dios.

Rastros

   Ella borra cualquier rastro. Quita sábanas manchadas, estruja trapos y restriega el suelo. Apenas localiza un pelo, lo toma entre sus dedos y lo acaricia como quien besa a un muerto querido. Ya no hay vestigios de medias sucias, de zapatos o de ropa desparramada. Los armarios han quedado vacíos. Sin embargo, algo que ha soñado le sigue temblando dentro.
  Esa mañana amaneció con los brazos acalambrados y la niña ya no existía. La oyó gemir y se clavó los dedos hasta sentir sus tripitas calientes, recordó su mirada negra y aspiró el olor a fantasma de la cuna. En el sueño, abrió cajones llenos de humedad. La angustia le oprimía el cuello: no sabía el nombre de su hijita ni su fecha de nacimiento, pero sentía las entrañas vaciadas, como llenas de una sangre blanda. Todo era espeso y mugriento en ese cuarto de hotel.
  Ahora vuelve al cubo de agua. Observa la negrura, lo que flota en la superficie pidiendo auxilio. Moja el trapo y quita las manchas una a una, las uñas se le rompen y ni cuenta se da. Quién dijo que los fantasmas no manchan, se pregunta, como si en su carne estuviera escrito un moho antiguo. Refriega las baldosas con la cara pegada al frío. Los brazos le exigen alimento humano y siente el hueco insoportable.
Foto Antonio Más Morales
  Un instante después las superficies opacas comienzan a mostrarle su contorno. Un espejo le devuelve su pelo negro, su figura de flores astrosas se proyecta sobre el cristal. Se tranquiliza, "sigo aquí”. Los pechos intactos le despuntan del cuerpo, sabe que no ha amamantado. Antes de cerrar la maleta revuelve bolsillos, necesita escribir. Desarruga un papel y por fin le cuenta a nadie lo que duele. Sólo putea contra la punta del lápiz que se quiebra cuando debe colocar el punto final.